Yo y un rayo del sol.

Un rayo del sol, justo e inevitable, en una impensable música —pero en su propio escandalo—, va moviéndose sin los gestos violentos de la prisa que caracterizan a los meteoros o a las estrellas fugaces, hacia el centro de la mesa de la sala de estar.

Las hormigas, de toda la vida bien organizadas, que llevan los sobrantes del pan que desde la merienda de hoy agoniza en ese mueble, están por ser tocadas por esa luz parsimoniosa, gigante y solitaria.

¿Quién lo sabe? ¿Quién verá el conflicto entre el azúcar del pan y el calor del sol que va en ese rayo que avanza, mudo para nosotros, hacia la cabeza diminuta de los bichos? Nadie ni yo.

Cierro las cortinas y las ventanas ahora para tomar la siesta de las tres de la tarde. Soy un ser de oscuridades infranqueables y me rijo por el movimiento mecánico de las manecillas del reloj. Ni yo ni nadie ya.