Sucesos

Suceso LXIII.
Un día un hombre de su persona en absoluto nada sabe. El mar es agua violenta o completa calma para él como un claroscuro; que lo póstumo y lo primigenio, la piedra que va de golpe y que el tiempo, que el universo y la muerte se nombran y adquieren forma, movimiento y proporciones incontenibles a una sola voz, dentro de un recinto profundo e infinito en la cabeza, esto lo sabe.
Y en la posibilidad de que todo ocurra, que un punto fijo se toque aguzadamente para mover y acomodar de nuevo las estructuras de su mundo, conviene iluminar aquella vieja pregunta acerca del origen, el accidente y el destino. (Lejos de incurrir en el pregón de acusaciones, en la displicencia, la imprecación y el asedio del que está abatido por su propia dentellada: el cernícalo aturdido que languideciendo nos espeta la mirada fea de sus heridas, con arbitrariedad sentenciándonos, lanzándonos ya al infierno, mientras se ve consumido, y no nosotros, por la adusta naturaleza de su fechoría para morir estúpidamente sin rumor ni lamento fuera del amparo.) Hace, pues, cobijarse con la torpe luz de las chispas amarillas de unas velas apegada en las puertas y paredes, seguro de ese inane servicio para hallar una frase conmemorativa en un papel, la voz entre los polvos o el índice que le identifique en la nada. –La satisfacción no se reconoce a plenitud hasta que se obtienen los tesoros porfiados–. Prevé despertar en un conglomerado de cosas vastas y solícitas, a afecto del ruido antiguo en los engranes del reloj de pulsera, maximizado en el silencio que los enigmas reclaman con paciente desvelo para ser deshilados cabalmente sus nudos, y despierta, ceñido por la ausencia inadmisible de eso con respuestas previsto. –La vacilación se precia al no mostrar su mano trampera en todo discernimiento–. Asume, desmedido por el hueco que insiste en ser la ristra de espinas en la ponderación y en cada paso, arrojarse en la cavidad imperfecta de las sombras y penumbras recurrentes, evocadas sin el nulo contingente de aparatosidad, de miedo y de terror, para ventilarlas desde dentro,
para ventilarse. –Nada es suficiente para el avance y la encomienda cualquiera–. Hunde, con escrutinio áspero, las uñas y sus dedos en la cara desconocida, contenida en el espejo frente a él, hasta atravesarla en repetidas veces y abarcarla por completo. Descubre en ella un rostro, solo, que rota en otro pero inanimado, como sí de una yuxtaposición, de la cualidad familiar aunque improbable con la característica única y tangible de una misma cosa, se tratase, igual pero distinto, satisfecho el primero. –La confusión y el frenesí se colman en el lomo crispado del cordero al acecharlo siempre la fiera–. Tiende como un puente hacia un huerto de infancias extraviadas y difíciles, el pulposo aroma de una orquídea que crece al pie de lo inefable, cantos y fulguraciones de los objetos muertos que en el fondo de sus bolsillos habitan, raíces y vegetaciones de la orina y de la sangre propias para recuperarse a sí mismo de el hocico ingente del desvarío y el desconcierto.
Sin embargo algo acontece, el asomo repentino en su mente de una historia fragmentada en la que no aparece él siquiera, y aún cuando la sabe suya, cierta y verosímil en ella no parece estar: recorre el tramo de la avenida curva que lleva hacia algo que se asemeja a un parque cercado con un sol menos amarillo, sacude el interior límpido y las afueras de una casa de aspecto templado y sobrio entre otras edificaciones de borrosa fachada. Disecciona sin sosiego a un niño que en el parque, a una mujer que en la casa; descompone al aire, a un carro aparcado en la curva y a otro de color rojo aparcado bajo un árbol del caserío, una vez más al niño. Los rearma a la perfección, y a cada uno les dispone nuevamente su sitio original en la trama ignota enseguida. Luego, de un momento a otro se han ido aquellas imágenes de su cabeza instaurándose, otra vez, la incertidumbre, como una mosca que desaparece por siempre al aparecer, en ese mismo lugar y en un instante antes de que reaccione para volar el bicho, un zapato. No la sonrisa, no una palabra, no una lágrima ni la mano suya acercándose a aquellas personas distantes encontró allí o en rededor de ellas, tampoco estas le buscaban o le nombraban, “recuerda”. Pero halló, lo que no quería, lo que no esperaba al final de ese laberinto de las ilusiones indagadas, más grandes y más hendidos, el desamparo y la sensación de no tener el equilibrio dentro de él mismo, no obstante su vital necesidad de hallar un rastro indisoluble en cualquier cosa que lo posicione en una orilla cercana aunque sea sólo de su más pequeña exhalación. Estoy cerca. –Las maquinas son groseras a gran velocidad, se vuelcan, sufren de inutilidad en los deshuesaderos al averiarse–.
En donde mismo sigue Julián, o Fred, o Luis, o Héctor, o Ditter, o… Y las empresas son las mismas también, para desasirse del vacío en su memoria que lo trastorna y de ese deseo procaz de ser cualquier sujeto con los gestos exactos y la dirección exacta –El trabajo se recompensa a sí con trabajo, por ende, con la cantidad misma de energía–: trazará la cara con una mano frente a un espejo, se adentrara en la sombra y al fuego más hondos cada vez, adivinando su nombre y un apellido; a rincones, a esquinas y a resquicios asistirá codicioso, al abrazo en todos secretamente, aventurado en nadie, como buscando un origen de líquidos transparentes o de flores en tierras fenecidas y subterráneas.
Son inútiles, a gran velocidad, incontrolables las máquinas se vuelcan contra sí mismas–.
Que la herida, que la muerte y el tiempo incontenibles lo son; sí, lo sabe eso él todavía.


Suceso XXI.
Un día un hombre advierte que la casa no está vacía ni sola al entrar en la primera pieza. Luego, cruza la sala y el comedor. Llega a todas las recamaras y las revisa, a cada una, minuciosamente. Da un vistazo al patio trasero por la terraza: el jardín con flores varias es de un verde luminoso y en apariencia fresco desde esta modesta altura. Pero nada, a la vista nadie. Avanza. Entra en el baño, se acerca al espejo y se mira en él. Se dice para sí mismo con gravedad muda, a punto de perder los estribos, “nadie, no hay nadie”. (Guarda la calma como los gatos, por instinto, mientras están de cacería por los baldíos o las trastiendas). Avanza. Una vez más las recamaras, debajo de las camas y dentro de los closets, una por una. Avanza. Reúne toda la agudeza en los oídos para escuchar una posible respiración perdida o el tronido de los huesos que se acomodan en cualquier habitación de alguien que se esconde. Avanza. Desciende con alevosía las escaleras. La cocina, el comedor, la sala, destripados y la primera pieza de orilla a orilla. Avanza. Nada encuentra. Se detiene junto al rayo de sol que perfora las cortinas y piensa sin reflexión alguna en la sensación que experimenta que aún hay alguien allí adentro. Avanza. Tras de sí cierra todas las puertas y se aleja ocultando un cuchillo. No advierte que la casa está vacía y sola ahora que la ha dejado.



Suceso VII.
Un día un hombre ya no enciende bajo el faro otro cigarrillo. Abandona las esquinas del vecindario más tempranas, el árbol, la casa; la cuadratura irregular de la ciudad y al único perro que no oculta el rabo entre las patas o que no cojea.

Cuantas menos pistas encuentra de sí en lo que toca; frente al espejo, al trazo profundo o no que se tiende de una mirada con otra, lo elude con prontitud a menores distancias.




Suceso XXXIII.
Un día un hombre, habituado a ser caracol o madero, o punta de alambre o avioncito de papel o tuerca, nunca motor nunca entera máquina, calificó, ingenuamente, desde lo alto del edificio en donde su oficina, con presunción y altivez y con supuesta profundidad psicológica, la actitud y el proceder de un grupo de personas en la calle, que peligrosamente hurgaban como perros temerarios en un basurero por alimentos y ropa, de salvaje y torpe; sin remedio, atestiguo monumental pobreza en el espiritual y particular origen de cada una de ellas que los volvía, aún más, faltas de visión y entereza para reparar en lo escabroso y estéril del suelo que pisaban o de reparar en la hora de evocar un porvenir dichoso para su ralea y propio. Cuestión de herencia genética, cuestión de herencia socio-cultural ese ánimo perentorio de cualquier cosa e inútil en ellas, se preguntó trastabillando con todas las moléculas y neuronas ansiosas de morir con inmediatez esa mañana de tan cansadas ya.

Su reflexión, más tarde, se vio irrumpida por el llamado violento que hizo su patrón a orden de soslayar la holgazanería y el ocio romántico en horas laborales y de diligencias de mayor importancia que sus ensayos impertinentes de nimia intelectualidad y de carácter. No obstante que estos fueran construidos en el más consolidado e infranqueable de los silencios imperturbables de su anillo de oro, del escritorio de caoba, de la silla reclinable y del estante de los libros solo, estaban allí un dedo tieso o una mueca ruidosa para señalarle el paso siguiente distante de toda introspección.

Habituado a ser caracol y manso perro no dice nada contra eso, y, a disposición de una voz mayor, encuentra el musgo para resguardarse en él y el hueso que ha de roer durante las horas últimas de difícil trabajo entre reprendas, limitaciones, agendas y documentos con firmas y temas estelares que no le pertenecen más que sus ejercicios de imaginación y ensayísticos irresolutos que se van volando por la ventana hasta precipitarse seis pisos abajo.


Suceso XLVIII.
Un día un hombre, de aire lejano pero definitivo; resuelto en una impavidez sombría silenciosamente pero con grandes aspavientos, confabuló dura muerte en contra de David Lea. (La mecánica del acto terminante no es en nada única o sorpresiva y el móvil de aquel no interesa también: me reservo entonces, la explicación de esta situación común para bien eludir al hartazgo.) En el espejo el abundante lagrimeo de sangre, y los enseres fuera de su orden causal, batidos en el disgusto mortífero dieron prueba de e hicieron de tal plan un “acto”, y a las confabulaciones futuras, de una vez, no otorgaron lugar en su cabeza ni a la impavidez en él natural.



Suceso CCCLXIV.
Un día un hombre encuentra un sitio, se halla a sí mismo de sí mismo lejos: la cabeza como en el centro de una piedra, y nada, espera.

































No es otra cosa distinta que haya en mi lo que aguardo, pero sí que no se aleje demasiado para reconocerlo en usted.


Suceso X.
Un día un hombre habla a su hijo, con la severidad inminente de un puño grande que va contra un ojo, acerca de justas tempestades y puniciones, de una potestad altísima y no sé qué de ciertos ancianos testamentos y condiciones de origen divino; del redentor, de apóstoles y de la condenación eterna.
Entre tanto, en suma proporción al carácter austero en la voz del padre, figurando actitud obediente y atenta parta aquella enfrascada oratoria, el muchacho imagina la astilladura honda en la planta de un pie sangrante; en cómo su perro Willie obtuvo la encarnizada victoria sobre de una pareja de perros Pastor Alemán siguiendo un sobrio relato de los hechos que los amigos del barrio hicieron; en el televisor que tuvo a encender para conciliar el sueño con su ruidosa interferencia durante una madrugada de mucho frío en diciembre. Ahora, repara en una escena lenta en la memoria, donde un pene negro entra y sale de una vagina, vez tras vez, y otro de menor tamaño por una boca; en el beso que dio ayer por la tarde a Marcela, casi para sacarle los ojos y, de tanto ímpetu adolescente, de arrancarle las ganas de besar a cualquier persona; en la caída que supo inevitable al no poder librar la zancadilla de una dura pelea estudiantil y la sonrisa socarrona que vio en la cara de cada uno de sus compañeros mientras caía de bruces en el centro de la polvorienta cancha escolar. Imagina una pistola apuntando en la cabeza de aquel enemigo.

Respetemos a Dios como al prójimo, dice el hombre ensimismado, como entregado a una causa noble y férrea, para a cualquiera conmover con aquella testaruda demagogia sobre santos, castigos divinos y difíciles milagros en la tierra y en el cielo. Sin embargo, el muchacho imagina una pistola apuntando en la cabeza de aquel enemigo: el muchacho de pone en pie, señala con el índice derecho a su padre.


Suceso XIX.
Un día un hombre se apresuró a levantar la mirada y una mano. Pidió la palabra, la dio. Y rápidamente, en la nuca le fue disparada una bala al haber manifestado "Yo. Primero yo".


Suceso CCVI
Un día un hombre furiosa máquina trepó por el lomo del maestro Luján para estrellar en él su armadura. De esa vieja morada hizo paja inmediatamente: la cara rota entre sus ocho nudillos, el corazón y su aura por completo reventados con la puntilla rabiosa de sus dos zapatos; un punto rojo en la prieta mano de una calle (“una calle”, exacto, para qué particularizarla, todas son hermanas gemelas. La indefinición no nos clausura de cualquier manera su categoría y su rasgo. “una calle”, sí, para qué el nombre o sus coordenadas. Toda referencia es irrelevante si el caso te resulta ajeno, desconocido, distante y repetido), una insignificancia volátil allí entonces. Pero quién dijo quién fue, cuál extraño, vamos por él, qué monstruo; quiénes saben, exijo una respuesta. (Ah, el silencio es un inmenso jardín; si se desea, placentero y bello; si se quiere, un bosque tenebroso, o una trampa inocente que hay que habitar con precaución.)

Somos fieros, sí. Somos máquinas.   

Y apenas el aire bostezaba sobre la cabeza pulida de los autos que entraban con sus alaridos mecánicos en la noche. Luján no decía nada igual que los demás. Somos fieros, qué podía decir, qué por una sorpresa maldita allí estaba; qué quería, qué decía de quién, cómo, a quién, si las hormigas le comían para siempre su única lengua en el estrecho vaciado de una calle (tan sólo “una calle”).